Elegir: el mito de Tetis y Peleus II


Fuera como fuese, la diosa de la discordia, Eris, se enteró. La suerte ya estaba echada, ya se estaba tejiendo en un telar donde se estaba colocando el primer punto de una figura que enlazaría la aparición de Eris en lo mejor de la fiesta.

Eris se ocupó todo el día de su persona y en estar, tal como lo diríamos hoy, estupenda. Se maquilló y vistió con sumo cuidado para no llamar demasiado la atención, para pasar desapercibida. En efecto, así siempre se presenta la discordia, como si no pasara nada. Se deja caer y nadie repara en que hace falta un ejército de tamborileros para no escucharla.

Entró Eris con su mejor sonrisa, dulce y abnegada. No quería entretenerse, sólo venía a traer un presente, no uno cualquiera, sino uno muy particular, el más especial. Y mostró ella una manzana de oro tan resplandeciente como el sol pues había sido forjada por los herreros de Hermes (quien al parecer le debía algún favorcillo y se vio en el tris de que había llegado la hora de devolverlo).

Eris estaba allí en medio de todos los invitados tan cándida y sonriente como una niña inocente. En su mano derecha enarbolaba la manzana de oro que eclipsaba todas las miradas. Todos sabían que los herreros de Hermes eran magníficos artesanos y que de las profundidades de la tierra, donde se encontraba, sólo veían la luz objetos únicos en belleza y poder. Objetivamente aquella manzana no era un regalo cualquiera, sólo podía ser digno de una gran diosa y no de un mortal. Eso fue quizás lo que quiso decir Eris cuando en realidad anunció que aquel presente sería solamente para la diosa más hermosa.

Tal vez había sido una manera de halagar a la novia, a Tetis. Tal vez fuera una apuesta o una provocación. No lo sabremos nunca porque justo en este momento mientras estás leyendo, la manzana cayó al suelo y rodó y rodó para quedarse finalmente inmóvil a los pies de tres diosas. Eran Atenea, la cazadora; Venus, la hermosa y Hera, la reina del Olimpo.

Tetis ya había perdido su único regalo (si alguna vez hubiera podido ser suyo) y las tres diosas se enzarzaron en una sutil discusión. De Eris no se supo nada más, ya había desaparecido tal como lo hace la discordia; a veces no se sabe ni tan siquiera cuando llegó y si jamás lo hizo, sólo queda su estela.

Lo importante es que el relato se olvida de Eris como si se hubiera tratado de una convidada del montón mientras que presta atención a la riña entre las tres grandes diosas. La fiesta ya es un desastre. Tetis y Peleus también desaparecen, al igual que su boda, la fiesta, los manjares, los demás regalos y su dicha, elementos más que suficientes para iniciar un relato infeliz.

Ante tal desaguisado el único que puede poner un poco de orden es Zeus, el rey supremo de los cielos y señor del Olimpo. Pero ahora Zeus está ocupado con otros asuntos y además no quiere inmiscuirse demasiado en un asunto en el que su esposa, Hera, está involucrada. La armonía conyugal no está atravesando uno de sus mejores momentos, para variar. Pero este marido no deja de pensar y se le ocurre una solución. Lo mejor será pasarle la “manzana” caliente a otro y quedar como un rey.

Ilustración: El juicio de Paris, Paul Rubens, 1639, Museo del Prado

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