Un regalito de reyes: capítulo 2 del libro

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Me gustaba dibujar al Mago con sus malabares y todos los instrumentos que consideraba necesarios. Siempre estaba el pajarillo presente, así como un lápiz. Me imaginaba que un mago sin lápiz no podía existir, porque los magos debían dibujar y escribir como les diera la gana. A los tres años ya podía –desde mi humilde y pequeño punto de vista– dibujar, no tan bien como me hubiera gustado, pero lo hacía. En cambio, a lo cuatro o cinco años, lo de leer y escribir era muy difícil.

¡Tantas letras! No siempre tenían el mismo sonido y se me olvidaban muchos. El Mago seguramente era el único que podía hacerlo. Cuando lo comenté un día a la hora de la siesta en casa, mis tíasy mis abuelas parecían muy felices. Aquello me extrañó, pero también me gustaba que una idea mía fuera tan aplaudida y creara tanta expectación.

Recuerdo que mi madre me tomó entre sus brazos y tuvieron que pasar muchos años para que yo entendiera sus palabras, el íntimo signifi cado de aquellas palabras, que eran dulces y amenazadoras:

—La profecía...

—¿Es un cuento? –pregunté yo

—Es eso y mucho más –contestó mi madre con un beso tranquilizador mientras sonreía cómplice.

Recuerdo esta escena perfectamente y así se ha guardado en mi memoria a lo largo de los años. Más adelante me parecería algo irreductible. Algo que jamás podría transformar, algo que me haría sentirme una suerte de prisionera. Había en casa un extraño silencio al respecto. La profecía.

Se explicaban cuentos, historias de toda índole, las charlas se alargaban mientras los niños nos quedábamos dormidos en los brazos de tías y madres. Todos hablaban hasta por los codos. No sé si en otros hogares se hablaría y conversaría tanto como en la mía, pero allí quien más quien menos era un excelente parlanchín. No es de extrañar que haya más de un cuentista en nuestra familia.

Una bruja es esencialmente curiosa, necesita aprender, saber, buscar, encontrar. Todo lo hace para escuchar, no hay nada más en el universo entero que nos haga más felices: escuchar. Hasta el día que escuchamos la melodía del universo, aquella que entonan los planetas y las estrellas en su girar por el espacio.

En realidad todo nuestro entrenamiento no es más que para escuchar y obrar en consecuencia. Escuchamos a nuestros antepasados, las señales de la vida, escuchamos a muchas personas que nos preguntan una cosa cuando en realidad es otra –porque no saben escucharse–, escuchamos lo que nos dicen los mares, los ríos, los árboles, los animales, toda la naturaleza, escuchamos e intentamos escuchar más.

Luego igualmente importante y esencial para nuestra supervivencia es callar, porque no suelen creernos. Callar porque pueden tildarnos de locas o callar porque no ha llegado el momento de hablar. La profecía también se guardaba en secreto silencio. Tenía realmente muchas dificultades para aceptar que algo no podía ser desvelado. Entre nosotras sucede lo contrario, en nuestras familias se habla, insisto, hasta por los codos y sin embargo hay misterios ante los que nos rendimos y esperamos que llegue el tiempo en el que, como una flor que se abre, brote. El cuento de la Papisa explica todo eso.

II LA PAPISA. La princesa dormida

Sucedió casi como en muchos cuentos: la princesa se quedó dormida.

La corte estaba atónita ya que no recordaban la visita de ninguna malvada bruja, ni tenían noticia de ninguna maldición ni de ningún conjuro oscuro. Sucedió en la más absoluta normalidad.

Quizás la princesa se hubiese mostrado últimamente más cansada, pero los sabios y médicos aseveraban que gozaba de perfecta salud. Quizás hubiese acudido menos a los banquetes y festejos, pero se debía a su cansancio, sin lugar a dudas. Quizás se la hubiese visto menos en los salones y más por los bosques, pero era porque trasnochaba menos, seguramente. Quizás se hubiese detenido en más de lo habitual frente a su ventana al atardecer, pero se debía a su amor por el bosque, desde luego. Quizás...

La realidad era que los encajes y magnífi cos bordados, la lira y los libros de poesía, los regios tocados, los mejores juglares y los príncipes que solían cortejar- la habían dejado de interesarle misteriosamente. Sin embargo parecía apacible. Lo cierto, lo único cierto, es que se había quedado completamente dormida y nadie podía explicárselo con total satisfacción. En la corte se rememoraron todos los cuentos. Se hicieron traer otros de países lejanos esperando encontrar un secreto que la devolviese a sus hábitos. Acudieron bravos guerreros, valientes príncipes, trovadores, monjes, magas sabias y alquimistas. Se trajeron caricias de los rincones más exóticos, poesía y conjuros. Pero nada, la princesa seguía dormida con una cálida sonrisa –a veces inquietante, otras, atractiva, por cierto–.

Hasta que un día alguien dio con el secreto. ¡Sí: un misterio! Se trata de un misterio, evidentemente. Aquella respuesta satisfizo a todos.

Entonces la corte volvió a su ritmo habitual, a las esperas y las llegadas, a las fi estas, los días de mercado y a los días de caza. Los niños jugaban haciendo ruido otra vez y les divertía especialmente correr y armar barullo a su alrededor. Les gustaba también peinarla y acariciarla, así como escuchar su corazón que latía al ritmo de las campanas de las iglesias.

Así estaban los niños con sus travesuras, jugando, cuando la niña que apoyaba la orejita sobre el pecho de la princesa dormida escuchó algo diferente. ¡Qué divertido! Y todos los demás se agolparon para también poder escuchar. Cuando lo refi rieron nadie les creyó porque, simplemente, los misterios no hablan. Podemos suponer que los niños continuaron con sus juegos y travesuras junto a la princesa.

Exactamente fue eso lo que hicieron ante la indiferencia de los demás, que seguían inmersos en su ritmo habitual. Los niños continuaron escuchando. Eran palabras y luego frases y ¡cuentos! Cuentos fantásticos que les hicieron abandonar sus juegos para pasarse horas y horas con aquellos relatos maravillosos. Algunas madres empezaron a preocuparse cuando muchos niños comenzaron a llegar tarde a la mesa, o cuando estaban aún muy dormidos por las mañanas.

Sin embargo así pasaron mil y un días. O mejor dicho: mil y una noches de la princesa que dormía. Y solamente fueron mil y una porque a la mil y dos la princesa despertó rodeada de niños que gritaban de alegría. Acudió toda la corte en algarabía y hubo grandes festejos.

Todo volvió a la normalidad, bueno, es un decir. La princesa se volvió, por lo que se decía, más silenciosa y algo excéntrica o quizás un poco... ¿afín a las paradojas? Mandó construir una mesa redonda para sus aposentos y se rodeó de ciertas rarezas, como una rueca, una manzana, una pequeña capa roja con caperuza, un gato al que vistió con botas. ¡También pidió al pastelero real que elaborara una casita de dulces y chocolate –que nadie podía tocar, muy a pesar de los niños–. Bajaba periódicamente a las cocinas reales pidiendo habichuelas que colocaba cuidadosamente en una bolsita de terciopelo rojo.

Allí no acabó todo, no. Ella persistía en sus deseos de manera dulce y lenta, con un amor y una paciencia a los que resultaba casi imposible resistirse. Ordenó a los jardineros que construyeran un lago frente a su ventana y allí mandó poner un cisne negro... Lo más extraño es que hablaba con aquellos seres y con aquellos objetos así como con los veintidós cuadros que adornaban su ya inmensa estancia. ¡Y además contaba cuentos! Pero sólo a quienes se lo solicitaban desde el corazón. Es bien sabido que las princesas no lo hacen, las princesas no cuentan cuentos, es exclusiva labor de juglares, locos y charlatanes.

Sí: un misterio. Aquella respuesta satisfizo a todos.

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¿Qué tal te llevas con los misterios? ¿Eres impaciente, te dejas seducir, te encanta la espera, no paras hasta saber el porqué de las cosas...? Mientras el Mago cree que puede dilucidarlo todo con su gran energía transformadora, la Papisa es muy diferente, es como la princesa dormida. Dormir no implica inactividad sino un tipo de actividad muy diferente.

Cuando dormimos nos movemos, soñamos, algunos hablan... pasan muchas cosas mientras dormimos, nuestro cuerpo se relaja, los órganos internos no dejan de funcionar sino que lo hacen de otra manera. ¿Cómo se ve el mundo desde esta aparente inactividad? ¿Y desde los sueños?

Fijémonos una vez más en cuántas cosas ocurren mientras la princesa duerme. Puede que sea ése precisamente el mundo con el que conectamos mientras dormimos. ¿Sería posible? Quien lo sabrá es el niño que jugaba con ella y que la escuchó. Podríamos preguntárselo...

También podríamos preguntarle a cualquier niño pequeño de menos de 7 años cuántas cosas ocurren mientras dormimos. Pruébalo. Te sorprenderás de cuántas respuestas interesantes se pueden obtener.

Baja una vez más por las escaleras imaginarias de tu inconsciente mientras respiras al ritmo de cada paso, cada escalón, y ve al encuentro de la Papisa. ¿Cómo ves los misterios de tu vida desde allí? ¿Se ve algo? ¿Qué te sugiere cuando le preguntas sobre algo que no acabas de entender? ¿Conoce ella acaso más misterios en tu vida de los que tú reconoces? Puedes preguntarle a qué saben los misterios, qué color tienen, qué textura, qué perfume...

Cuando había cosas que no se podían entender, la abuela sentenciaba:

—Un misterio, como en el cuento de la princesa dormida.

Es verdad que bastaba con aquella frase para dar por explicado lo más inaudito, lo que no se podía aceptar ni ilustrar de ningún otro modo. Los misterios tienen su tiempo. Durante mi vida he tenido la suerte de contemplar muchos misterios y de que me fueran revelados unos pocos, sobre todo el más importante para mí.

Pero eso sería cuando hubiera dejado de ser una niña, cuando pudiera demostrar que podía convivir con los misterios sin hacer muchas preguntas, simplemente saboreándolos. Sí, en efecto, los misterios tienen sabor, una cierta textura densa, son aterciopelados y tan existentes como la futilidad.

Hay muchos más de cuantos reconocemos. La abuela nos hacía guardar al menos un misterio diario en nuestros cofres personales. No podíamos contárnoslos, si bien con mi hermana alguna vez rompimos esa ley, pero entre hermanas estaba casi permitido porque ella también sería una maga, una bruja. Lo de guardar misterios es una costumbre que no hemos abandonado.

Será por el gusto de compartirlos en secreto, de esconder algunos de ellos incluso, de provocarnos entre las mujeres de la familia con miradas picantes. A veces por el simple gusto de desafi ar nuestros poderes entre nosotras mismas... y quien adivina se queda con el misterio, aunque puede regalarlo en un acto de dulce magnanimidad y devolverlo a su dueño original.

Más allá de esos momentos de travesuras, guardar misterios puede resultar apasionante. Basta tener un pequeño cofre de madera. Es muy importante que sea de madera, puesto que es un elemento que protege de las energías indeseadas. Dentro del cofre puedes poner alguna flor, es especialmente indicado el jazmín, o en su defecto, la esencia de jazmín: son suficientes unas gotitas. No hay que olvidar el cuarzo blanco, debidamente energetizado.

Apunta aquello que no logras comprender en un trozo de papel blanco. Procura que su textura te sea agradable, escribe con un lápiz o con tu pluma preferida. ¡Nada de rotuladores ni bolígrafos! ¡Necesitarás miel, se me olvidaba! Mójate los labios con la miel, entonces y sólo entonces toma el papel y escribe en él aquello que se escapa a tu comprensión.

Puede ser algo trascendental en tu vida o algo menor, lo importante es que te preocupa y no puedes entenderlo por más que lo intentes, por más vueltas que le des, por más paciencia que le pongas. Escríbelo, y mientras lo haces, pronúncialo sintiendo la miel en tus labios. Guárdalo en tu cofre. Allí descansará el misterio.

Todos los misterios tienen su tiempo, respétalo. Cuando sea su tiempo, despertará. Mientras tanto puedes imaginarte en el rol de la protagonista del cuento, puedes hablar con la Papisa y pedirle consejo.


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