Mi cuento preferido

Cuando daba a leer el manuscrito me sorprendió que a cada persona le tocaba la fibra íntima uno diferente. A algunos les servía de espejo, a otros de reflexión y a otros de suspiro. Mis preferidos son tres y por muy diferentes razones. El que sigue lo es porque creo haber plasmado la idea de la carta en cuestión de manera efectiva y poética a la vez. Me parece un cuento bonito.


El cocinero real

Cada mañana, muy temprano mucho antes de comenzar su trabajo, el cocinero real se paseaba por el bosque y los huertos, llegaba hasta el mar, volvía por el sendero bordeado de jardines y entraba con paso lleno de regocijo en su cocina, no sin antes detenerse un par de minutos a respirar el cielo.

Elegía cada ingrediente personalmente. Ganaderos, agricultores, criadores y vinateros le consideraban persona de muy buen paladar y por lo tanto sabían que era exigente pues le habían visto rechazar un producto de muy buena calidad por no ser excelente. Se había hecho famoso cuando el rey había probado uno de sus platillos, un postre. Fue al final de un verano lluvioso, la tarde era fresca, la corte se aburría.

Melocotón a la Munient

Se toman cuatro melocotones blancos que se pelan con cuidado y colocan en una cacerola lo suficientemente profunda para cubrirles. En ella se echa muy despacio 750 ml de cava, 250 ml de agua, dos cucharadas de azúcar y un trozo de vaina de vainilla a gusto. Se deja todo sobre el fuego lento y suave para que se vaya cociendo muy despacio. Cuando hierva hay que controlar muy de cerca el punto de cocción ya que los melocotones deben quedar al dente por dentro y tiernos por fuera.

A parte se prepara la salsa para la cual se necesita frambuesas, nata y azúcar glas. Se tritura las frambuesas (a una media de seis a diez por comensal y melocotón) y a continuación se pasan por el chino. Con tres cucharadas de azúcar glas se monta la nata ligeramente (medio litro será suficiente), es importante no alcanzar el punto máximo de montura. Luego incorporamos el puré de frambuesas delicadamente. Dejar reposar en la nevera unos treinta minutos y luego sacar unos cinco minutos antes de servir para que se temple.

Se sirve en plato hondo colocando la salsa hasta que casi cubra la hendidura (con el melocotón luego no debe rebasar dicho límite), encima se pone la fruta cocida. Puede adornarse con un par de hojitas de menta sobre cada pieza de fruta.

A medida que saboreaba aquella delicia, cada cucharada le susurraba al monarca apaciblemente la armonía de la levedad. Cuando acabó no pudo repetir porque hay sabores y secretos que deben permanecer únicos. La avenencia de aquella dulce experiencia le embriagaba. Se dijo a sí mismo con melocotonera firmeza que aquel cocinero permanecería a su lado a pesar de las ácidas reticencias que ya presuponía en la reina.

El cocinero despertó en un palacio magnífico soñando aún con su antigua posada que recordaba con cariño. Pero no la echaba de menos, pues sus nuevas posibilidades le hechizaron piadosamente y con el hechizo creó encantamientos culinarios que siempre había soñado y hasta entonces no había podido hacer reales. Podía experimentar cuanto se le ocurría bajo la protección de aquel rey encantado. Podía llegar a la cima del arte y su cocina era un laboratorio alquímico del espíritu. Era lo máximo a lo que podía aspirar. La sensación de felicidad que le acompañaba y protegía no puede contarse, no por secreta sino por inabarcable. Aparentemente nada nuevo ocurría cada día, seguía trabajando, cocinando, mezclando, batiendo, sazonando. Él se sentía feliz. Todo plural y sosegado, tan tiernamente extraño y dulce. El cocinero real ya llevaba más de un lustro obsequiando regias experiencias, superándose a cada bocado, a cada plato. Era feliz y se sentía seguro.

Cuando llegaron de una corte del lejano oriente a visitar al rey, el cocinero se esmeró aún más. A los postres, la guerra ya había estallado musitadamente. No fueron los exquisitos manjares capaces de atenuar las insurgentes intrigas políticas, pero sucedió algo más grave aún.

Cuando preparaba los nuevos sabores para aquella corte, el cocinero tuvo ocasión de probar algunas especies y recetas que la comitiva oriental había traído consigo. Su paladar se asombró por primera vez en mucho tiempo y a cada amanecer el cocinero veía el horizonte y en el este adivinaba sensaciones que no podía evitar. Comenzó a contemplar su cocina, su propio reino, con melancolía. Al darse cuenta se sintió ingrato y despiadado para con su vida y su protector. Y aún más: para con su suerte.

El rey había adivinado el interés del cocinero y bien se ocupó de adularle más, de hacerle más regalos, entregarle más honores. Con cada uno de ellos aumentaba la amargura del gran chef.

No tientes la suerte, se decía el cocinero, no tientes la suerte. Decidió que aquella inconformidad injusta que crecía indomable dentro suyo se pasaría cuando los cocineros orientales se marcharan. Partieron. Empezó la guerra. No obstante, el cocinero real se había enamorado de sabores enemigos y bocados lejanos. Llevó su pasión en secreto pues no corrían tiempos para demostraciones exóticas. Inevitablemente su cocina se volvió cada día más dolorosa y más austera.

En su casa guardó un cofrecito de sándalo en el que aprisionaba una flor de tamarindo y en ella su corazón. Quizás algún día la abriera y tomara la flor para partir lejos.

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